“Al desembarcar vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a
los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: –
Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a
las aldeas y se compren de comer. Jesús les replicó: – No hace falta que vayan,
denles ustedes de comer. Ellos le dijeron: – No tenemos más que cinco panes y
dos peces. Les dijo: -Tráiganmelos. Mandó a la gente que se recostara en la
hierba, y tomando los cinco panes y los dos peces alzó la mirada al cielo,
pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos, que se
los repartieron… Comieron unos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los
niños”. (Mateo 14, 14-21)
Siempre que escucho o leo este pasaje del Evangelio, una
frase queda resonando en mis oídos: “Denles ustedes de comer”.
¿Qué quiso decir Jesús a sus dicípulos cuando la pronunció?
¿Qué nos quiere decir a nosotros, personas del siglo XXI?
Imagino lo que pensarían los apóstoles al escucharlo, viendo
la cantidad enorme de gente que estaba frente a ellos: “¿Acaso el Maestro
perdió el sentido?… ¿Cómo se le ocurre pedirnos algo así?… ¿No ve la inmensa
multitud que lo aclama?… ¿No sabe que nunca cargamos provisiones, y menos aún,
para dar de comer a tanta gente?… ¿Y si lo poco que tenemos: cinco panes y dos
peces, lo repartimos, qué vamos a comer nosotros?…”
Y sé bien lo que decimos nosotros hoy: “A la gente no hay
que darle el pescado, sino enseñarle a pescar. Si vinieron era porque sabían
cómo iban a solucionar sus necesidades. La gente es muy conchuda y muy
tranquila, hacen lo que quieren y luego que uno solucione todos sus problemas y
dificultades. Que se devuelvan para sus casas de la misma manera como vinieron
aqui. No tenemos por qué darles lo nuestro, porque cómo vamos a atender
nosotros nuestras propias necesidades. Ya el Maestro hizo algo bueno por ellos:
curó a sus enfermos, y les ha enseñado gratis toda la mañana, entonces que
regresen a sus casas, porque no hay nada más para darles”.
Evidentemente, la intención de Jesús al decir a sus
discípulos estas palabras, era hacerlos caer en la cuenta – a ellos y también a
nosotros, por supuesto -, de una realidad que es clave para nuestra vida: la
necesidad que tenemos de compartir lo que somos y lo que poseemos, sea mucho o
poco, con quien requiere nuestra ayuda y nuestro apoyo.
Cuando compartimos lo que tenemos, se multiplica; ¿ o acaso
no hemos visto cómo cuando estamos en la mesa, y ha venido alguien a nuestra
casa, lo que habíamos preparado, alcanza perfectamente para todos, y hasta
sobra?…
Nuestra vida en el mundo es un compartir constante.
Compartimos la tierra en que vivimos, el aire que respiramos, el cielo que nos cobija, el sol que nos
ilumina, la noche que nos permite descansar, las plantas que nos alimentan, el
agua que nos refresca, los animales que nos acompañan, el cariño de las
personas que nos anima. Sólo en el compartir podemos experimentar lo que
realmente somos: hijos de un mismo Padre, que construyó un hogar hermoso para
todos, y que nos quiere unidos como hermanos que se aman y se ayudan en todo.
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