“Todos los caminos llevan a Roma” es un dicho que evoca la
gran red de caminos que construyó el imperio romano. Desde cualquier lugar,
siguiendo los caminos, tarde o temprano se llegaría a la capital del imperio.
He oído muchas veces aplicar este dicho a las prácticas religiosas: “todas las
religiones conducen a Dios”. Hace poco la escuché en una versión moderna: “no
importa el bus que tomes si todos te llevan al mismo lugar”, comparando a las
religiones como buses, que grandes o pequeños, modernos o viejos, con poca o
mucha gente, van todos hacia la felicidad eterna. Una postura grata, tolerante
y conciliatoria, pero equivocada; veamos porqué.
Se dice que todas las religiones exigen amar al prójimo,
entonces quien ama a su prójimo llegará a Dios sin importar los rituales y
creencias que tenga. Pero la sencillez de esta teoría contrasta con la
imposibilidad de practicarlo: ¿Quién de nosotros ha cumplido a cabalidad este
mandamiento? Si somos realmente sinceros tenemos que reconocer que ninguno de
nosotros ama a su prójimo siempre, por lo tanto, todos, en algún momento
seremos “bajados del “bus”.
De lo anterior, se dice también que lo importante es la
sinceridad y no la perfección. Cualquiera que siga su religión aunque no logre
cumplir con todas sus exigencias, igualmente llegará a esa vida eterna porque
Dios sabe que nadie es perfecto. Desde este punto de vista todo se justifica
con la intención y el esfuerzo de ser buenos. Así, si no hemos sido “tan malos”
como otros, Dios nos recibirá en su presencia. Pero esta forma de pensar
origina otro dilema: ¿cuánta maldad es aceptable?, o ¿cuán buenos necesitamos
ser?, porque la apreciación de lo bueno y lo malo varía con cada persona,
cultura y época. Cada religión traza un camino con mayores o menores exigencias
morales que las otras, en ocasiones opuestas y excluyentes. Así, resulta
imposible que todas conduzcan al mismo lugar.
No todas las religiones llevan a Dios. En realidad, ninguna
en sí misma puede lograr tal hazaña, ni siquiera la religión cristiana. Los
primeros cristianos tenían muy en claro que ningún hombre tenía la capacidad de
lograr su salvación siguiendo reglas, ceremonias o haciendo buenas obras. El
apóstol Pablo escribió a los creyentes de Roma: “no hay justo ni aun uno… por
cuanto todos pecaron, están destituidos de la gloria de Dios, la paga del
pecado es muerte…”
El cristianismo, a diferencia de otras religiones, enseña
que el camino a la dicha eterna no se construye con obras, sino que se basa en
el arrepentimiento y la fe. Quien quiera puede obtener la vida eterna, pero
debe ser sincero delante de Dios; no para justificar sus incapacidades morales
y fallidos intentos de bien, sino para reconocer sus pecados y pedir perdón,
confesándose culpable, y a la vez confiando en la gracia de Dios. Como está
escrito en la carta a los efesios: “Porque por gracia sois salvos por medio de
la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios, no por obras para que nadie
se gloríe”.
Y no es cualquier fe, es la fe puesta en una persona.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su único Hijo, para que
todo aquel que en él cree, no se pierda, sino tenga vida eterna”. Jesús el
Cristo, es el único que vivió una vida perfecta y justa, quien también murió
llevando sobre sí nuestras maldades para luego resucitar de entre los muertos.
El cristianismo no es una religión más, es la única que proclama que su
fundador ha resucitado, y declara que solo por él llegamos a Dios. Jesús dijo*:
“Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie viene al Padre sino por mí”. No
hay otros caminos.
Para el cristiano, sus buenas obras son evidencia de su
arrepentimiento (sino, ¿de qué se arrepintió?). El cristiano hace buenas obras
porque ha recibido una nueva vida, demostrando así que su fe es real. El
cristiano no hace obras de bien esperando que por ello Dios le recibirá, no, él
sabe que ya fue aceptado. Su camino no es una carga, es un camino de confianza
y gozo. Sabe que ha sido perdonado, sabe que va camino al reino de los cielos.
Sus obras son su mejor expresión de gratitud a Dios.
Romanos 3:10, 23; 6:23; Efesios 2:8,9; Juan 14:6
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